Uno de los fenómenos más sorprendentes de la naturaleza es el de las aves migratorias. Todos los años, al llegar los primeros fríos, se agrupan, juntan los pichones que han nacido esa temporada y levantan vuelo. Las hemos visto a menudo cruzando los campos en un vuelo regular. La bandada tiene siempre la misma forma, que varía un poco según las especies: una enorme “V”, con los guías al frente, los más fuertes a los lados, para proteger a los más débiles, que van al medio.
No van a cualquier parte: todos los años siguen el mismo camino. ¿Cómo se orientan a través del océano? ¿Cómo saben encontrar un tejado o un árbol, a miles de kilómetros de distancia? Es conocido el caso de las cigüeñas, que vuelven todos los años a anidar en el mismo país, en la misma provincia, en la misma ciudad y en el mismo techo. Durante siglos fueron la admiración de los marinos. En sus largas exploraciones, los descubridores portugueses las seguían en el océano, para tratar de encontrar las islas. Así fue que ocuparon el archipiélago de Sao Tomé, en el Golfo de Guinea, su base estratégica del comercio esclavista durante siglos. Las aves migratorias parecían saber orientarse por el sol y las estrellas, desde mucho antes que lo hicieran los fenicios. Pero, además, también volaban en días nublados.
¿Tal vez se orientarán por los vientos? Pero en distintas condiciones climáticas, se volvían a ver esas bandadas en forma de “V’. Quizá recordaran su camino dijeron otros. Pero hay años en que las tierras están resecas y años en que están inundadas, sin que eso parezca afectarlas. También el hombre cambia demasiado los paisajes. Las selvas se convierten en campos de cultivo, los campos a menudo en desiertos, y las bandadas siguen reconociendo su camino.
Un día, a un científico se le ocurrió una hipótesis absurda: —Tienen una brújula—, dijo.
Y para comprobarlo, capturó unas cuantas aves migratorias, les ató unos imanes y las soltó. Los pobres pájaros no pudieron encontrar su ruta. Así se comprobó que, además del sol y los vientos, la memoria y las estrellas, las aves migratorias también se orientan por el magnetismo terrestre. Millones de año antes que Colón, la primera bandada de pájaros cruzó el océano, orientándose con una brújula natural, un sentido interno que les permite percibir la diferencia entre el norte y el sur.
Y cuando todavía nos cuesta creer en esta maravilla de las aves migratorias, encontramos otra historia aún más increíble, que es la de las mariposas migratorias. Hace apenas unas pocas décadas, la ciencia descubrió que una mariposa amarilla parecida a las que vemos en nuestros jardines hace un increíble viaje desde Canadá hasta México. La mariposa se llama monarca y el viaje inverosímil que realiza justifica un nombre tan sonoro. Estas mariposas eran conocidas desde hace tiempo por los campesinos mexicanos, quienes sabían de sus hábitos migratorios. Los científicos tardaron tanto tiempo en descubrirlas porque en la ciencia también existen los prejuicios: nadie creía que su existencia fuese posible. Inclusive, es probable que alguien haya tenido pruebas de su existencia y simplemente no haya creído en ellas, hasta que la realidad se impuso.
La migración de las monarcas es estacional, al igual que la de los pájaros. Vuelan en grandes bandadas y, como los pájaros, tienen un vuelo distinto cuando andan revoloteando por ahí, que cuando emprenden el camino, a gran altura, en línea recta y a velocidad constante. Es decir, que su técnica de vuelo es tan compleja como la de las aves.
¿Cómo es que un insecto tan diminuto encontró una solución adaptativa tan compleja? ¿Acaso la monarca desciende de otras mariposas que hacían migraciones más breves y fue aprendiendo a volar lejos en incontables generaciones? ¿O incidieron fenómenos de otra índole, quizás las grandes glaciaciones que afectaron a nuestro planeta? Pero, además, ¿es ésta la única mariposa migratoria, o hay otros insectos que atraviesan continentes sin que los sepamos? La mayor parte de estos interrogantes no tienen aún una respuesta que vaya más allá del nivel de las hipótesis. Las monarcas están siendo estudiadas, y si sobreviven, podremos aprender mucho sobre ellas y sobre el complejo fenómeno que es la vida sobre la Tierra. Porque las monarcas están en peligro de extinción por la progresiva destrucción de sus hábitats. Después del largo viaje, su parada son unos pocos lugares boscosos en México y en el sur de los Estados Unidos. Estos sitios van siendo sitiados por el avance del hacha y la motosierra. Cada árbol que cae es un hábitat menos y no puede esperarse que las mariposas (cuyos hábitos están indisolublemente marcados por el instinto) aprendan a elegir otro destino.
Siguen yendo al mismo lugar que sus antecesores, sólo que el avance de los cultivos ha ido raleando esos bosques cada vez más. Así, se las ve arracimarse en los árboles sobrevivientes, tan juntas que el observador pensaría que el árbol tiene ya las hojas amarillas. Pero no, aún es verano y son miles y miles de mariposas de ese color, apretadas unas junto a otras. En esa situación, son fácil presa de los animales insectívoros, que acuden en gran cantidad a alimentarse de ellas.
En los últimos años, México y los Estados Unidos han declarado áreas de reserva natural a algunos puntos de arribo de estas mariposas, pero nadie sabe si son suficientes como para permitir la supervivencia de la especie. Si consideramos que vale la pena hacer el esfuerzo de salvar un prodigio que todavía no somos capaces de entender, se requiere una acción internacional y coordinada en ese sentido. Quizás sea necesario descubrir otros hábitats que merezcan ser preservados, antes que las hachas y los insecticidas lleguen hasta ellos. En esta situación, no se podrá contar con los propietarios de los campos, quienes preferirán fumigar las mariposas, antes que ver a parte de sus campos convertidos en parque nacional.
Las monarcas de Argentina también migran y lo hacen con trayectos del orden de los mil kilómetros. No son una especie protegida y todo indica que serán una víctima más de las fumigaciones para cultivar soja.
Ante este caso, como ante otros tantos, nos volvemos a formular la misma pregunta: ¿seremos capaces de conservar la enorme diversidad de lo viviente? ¿O destruiremos el mundo natural, aun antes de conocerlo?
Por Antonio Elio Brailovsky